EL EMPLEADO DEL MES
Es
un día cualquiera (pongamos un lunes), a una hora sin relevancia (digamos las
diez menos cuarto de la mañana), en un establecimiento normal y corriente (por
poner un ejemplo una tienda de ultramarinos). El encargado del local barre
concienzudamente la acera teniendo especial cuidado en añadir unas gotas de
agua al suelo para no levantar polvo (aproximadamente entre 28 y 30 y en ningún
caso por encima o debajo de 29 de ellas por metro cuadrado). Su jornada
comienza a las diez en punto pero todos los días el afanado trabajador acude
1200 segundos antes para asegurarse de que la calle esté en perfecto estado de
revista por lo menos en la superficie correspondiente proyectada 3 metros desde la fachada
en adelante y todo el ancho de la misma con un margen añadido de no menos de 50 centímetros en
días de escaso viento, 75 en caso de viento moderado y 100 cuando éste
sobrepasa los 60
kilómetros a la hora. Los veinte minutos se distribuyen
de la siguiente manera: 4 son los que hacen falta para levantar la persiana,
colgar las llaves en el portallaves, coger el delantal, atárselo y agarrar
escoba, recogedor, cubito con agua y un cuentagotas; el siguiente segmento de
tiempo consistente en 10 minutos es el necesario para aplicar las gotas, barrer
y recoger el exceso de detritus de la rue; 5 minutos dedica a la detección y
eliminación, en caso de ser necesaria, de la pegajosa golosina que a todos
parece encantar, esa goma dos de andar por casa, ese terrorismo callejero que
cuenta con el beneplácito de casi todos y la impunidad del que se arrastra por
los suelos casi sin ser visto; pero en los 12 metros cuadrados
de acera auto anexionados por el ultraresponsable responsable de “Ultramarinos
Segundo III” no hay cabida ni para 5 míseros gramos de chicle pisoteado; ese
perímetro es el rectángulo de las Bermudas de las chuches y el agujero negro
del mensajero de la caries. Para finalizar con la labor previa a la labor
siguiente, emplea el minuto sobrante en devolver la escoba, recogedor, cubito
ya vacío de agua y cuentagotas al armario correspondiente a los productos de
limpieza de la calle y a lavarse las manos aplicando jabón un par de veces y
aclarando otras tantas.
Diez
en punto de la mañana. El trabajador es correcto, casualmente su nombre es
Correcto. Correcto luce una amplia sonrisa y su cuerpo aparece erguido tras la
barra como un girasol a mediodía. Correcto saluda a todo el mundo que entra o
que simplemente pasa por la puerta de camino a quién sabe dónde y procedente de
vaya usted a saber qué lugar; saluda al señor que le trae el pan, da los buenos
días a la vecina del 7 derecha del bloque de enfrente y tiene un amago de
conversación con el barrendero municipal sólo para asegurase de que éste
efectúe los movimientos necesarios en el desarrollo de sus funciones
funcionariales sin perjuicio ni mácula para los 12 doce metros cuadrados más
los cinco de margen añadido (puesto que la brisa se había tomado el día
libre) de pavimento urbano auto
anexionado bajo el consentimiento tácito de vecinos, barrenderos y autoridades
pertinentes.
El
local no es excesivamente grande, más bien es pequeño, unos 90 metros cuadrados ,
centímetro arriba, centímetro abajo si tenemos en cuenta las 8 columnas con las
que cuenta el habitáculo. Lo que marca la diferencia , lo que realmente hace
grande al pequeño negocio regentado por el siempre correcto Correcto es la
forma en la que está distribuido el género: todo ordenado por artículos y con un vanguardista y revolucionario método
de almacenamiento ideado por el mismo Correcto
basado en el aprovechamiento de las aristas de cada bote, cartón o lata
con vistas a conseguir un equilibrio perfecto del producto almacenado y
optimizar el bien más escaso del lugar que es precisamente la ausencia de
abundancia de éste.
Al
fondo del todo, un tabique con embutidos colgados de una barra de metal separa
la zona de atención al público de una pequeña oficina donde sólo cabe un
escritorio con su respectiva silla giratoria de color negro y dos estanterías
con carpetas A-Z, un aseo, ni mencionar merece, mínimo, y un diminuto cuartillo
con dos armarios para productos de limpieza para el interior y el exterior del
comercio. Todo reluce, el polvo emigró hace tiempo de ese lugar hacia lares
donde la dictadura del trapo no alcanzaba a golpear con su firme mano abierta.
Todo está ordenado como la corrección insinúa, sugiere e incluso aconseja a
todo el que quiera escucharla: La silla, bajo la mesa; los A-Z, como su nombre
propio indica, ordenados por años y subordenados por orden alfabético, correspondientemente
alineados con los bordes de los estantes; los sanitarios gozan de un blanco
inmaculado que ni en los albores de su creación llegaron a conocer los ojos del
cuerpo a las que también pertenecían las manos que los moldearon; por último el
cuartito con sus dos armarios, el exterior, con todo el material ya citado
anteriormente, y el interior, que almacena asimismo bayetas, productos de
limpieza y en una balda superior, el delantal blanco para situaciones de
emergencia milimétricamente doblado en
forma de cuadrado junto (pero sin tocarse) a dos bolas de alcanfor.
La
zona que media entre la parte privada y la vía pública tiene un aire antiguo a
tienda de ultramarinos de los años 70. Techos altos con ventiladores blancos,
mostrador de madera de marmórea encimera, paredes alicatadas a tres cuartos de
altura y pintada de verde hospitalario el cuarto restante. Y en el suelo,
duelas sobre las que la cera y la pulidora aplicadas en combinación cada cambio
de estación consiguen disimular sus más de 30 años de existencia. El resto de
accesorios, también de vetusta apariencia eran, a saber, en una de las paredes
laterales, varias grandes neveras (tres, para qué andarnos con ambigüedades a
estas alturas del relato) con puertas acristaladas para la adecuada
visualización del género refrigerado; las estanterías, confrontándose a los
frigoríficos en el muro opuesto, y que por sí mismas merecerían más que una
descripción en detalle un ensayo paralelo a éste vamos a llamar (permítanme la
licencia) manuscrito; dos arcones bajo
el mostrador para los bienes congelados y una caja registradora de la época de
la posguerra que había sido recientemente restaurada para no hacer añicos la
armonía del local, lo que hoy los snobs de personalidad con etiquetas de marca
llaman Feng-shui.
La
mañana transcurre como casi todas las demás. La afluencia al establecimiento es
moderada pero constante de más o menos cinco o seis personas a la hora a las
que Correcto dedica groso modo unos 10 u 11 minutos de su valioso tiempo.
Tendrán que perdonar la falta de exactitud con la que les comento este episodio
concreto de la vida de la tienda, pero jugaría a ser Dios si me permitiera, o
el mismo tendero permitiese, cuantificar lo que deben durar las relaciones
sociales entre seres que ejercen el derecho a la interacción que nos ha sido
concedido por naturaleza. Todo el barrio conoce al eficaz empleado desde que
Segundo III lo contratara hace ahora veinte años, cinco meses y dieciocho días
y medio. Correcto se ha hecho hombre
dentro de ese negocio, donde comenzó a trabajar con sólo 14 años de edad. Su
progenitor enviudó tempranamente y el pequeño de la casa tuvo que salir antes
de lo esperado a ganar el sustento para él, sus dos hermanas y la madre que los
parió. En los primeros tiempos, ganaba casi una miseria de sueldo que era todo
lo que don Segundo podía pagar, más o menos treinta y cinco mil quinientas
cuarenta y dos pesetas al mes, peseta arriba, peseta abajo. Todo fue
evolucionando ya que dueño y asalariado lucharon codo con codo para convertir
aquel local en un negocio próspero, y con el tiempo, dio para vivir
decentemente. Claro que no todo era perfecto, Correcto sí, pero Segundo no, y
tenían las diferencias de opinión y perspectiva que da la edad y la condición
de cada cual. Por poner un ejemplo: Correcto gustaba de utilizar unos guantes
para manipular la mercancía que se quitaba cada vez que iba a cobrar o devolver
dinero a los clientes y eso no era del todo del agrado de don Segundo III que
opinaba que a la clientela le transmitía cercanía el trato de una mano desnuda,
amiga. Generalmente las discrepancias no solían pasar de ese tipo de
situaciones, de hecho, si hago uso de la memoria de mi imaginación, podría
afirmar que esa fue la única desavenencia entre empleado y empleador y se salvó
con un consentimiento casi inmediato por parte de Segundo para que Correcto
usase un par de guantes para tratar el género.
CONTINUARÁ...