miércoles, 17 de octubre de 2012


EL EMPLEADO DEL MES

            Es un día cualquiera (pongamos un lunes), a una hora sin relevancia (digamos las diez menos cuarto de la mañana), en un establecimiento normal y corriente (por poner un ejemplo una tienda de ultramarinos). El encargado del local barre concienzudamente la acera teniendo especial cuidado en añadir unas gotas de agua al suelo para no levantar polvo (aproximadamente entre 28 y 30 y en ningún caso por encima o debajo de 29 de ellas por metro cuadrado). Su jornada comienza a las diez en punto pero todos los días el afanado trabajador acude 1200 segundos antes para asegurarse de que la calle esté en perfecto estado de revista por lo menos en la superficie correspondiente proyectada 3 metros desde la fachada en adelante y todo el ancho de la misma con un margen añadido de no menos de 50 centímetros en días de escaso viento, 75 en caso de viento moderado y 100 cuando éste sobrepasa los 60 kilómetros a la hora. Los veinte minutos se distribuyen de la siguiente manera: 4 son los que hacen falta para levantar la persiana, colgar las llaves en el portallaves, coger el delantal, atárselo y agarrar escoba, recogedor, cubito con agua y un cuentagotas; el siguiente segmento de tiempo consistente en 10 minutos es el necesario para aplicar las gotas, barrer y recoger el exceso de detritus de la rue; 5 minutos dedica a la detección y eliminación, en caso de ser necesaria, de la pegajosa golosina que a todos parece encantar, esa goma dos de andar por casa, ese terrorismo callejero que cuenta con el beneplácito de casi todos y la impunidad del que se arrastra por los suelos casi sin ser visto; pero en los 12 metros cuadrados de acera auto anexionados por el ultraresponsable responsable de “Ultramarinos Segundo III” no hay cabida ni para 5 míseros gramos de chicle pisoteado; ese perímetro es el rectángulo de las Bermudas de las chuches y el agujero negro del mensajero de la caries. Para finalizar con la labor previa a la labor siguiente, emplea el minuto sobrante en devolver la escoba, recogedor, cubito ya vacío de agua y cuentagotas al armario correspondiente a los productos de limpieza de la calle y a lavarse las manos aplicando jabón un par de veces y aclarando otras tantas.

            Diez en punto de la mañana. El trabajador es correcto, casualmente su nombre es Correcto. Correcto luce una amplia sonrisa y su cuerpo aparece erguido tras la barra como un girasol a mediodía. Correcto saluda a todo el mundo que entra o que simplemente pasa por la puerta de camino a quién sabe dónde y procedente de vaya usted a saber qué lugar; saluda al señor que le trae el pan, da los buenos días a la vecina del 7 derecha del bloque de enfrente y tiene un amago de conversación con el barrendero municipal sólo para asegurase de que éste efectúe los movimientos necesarios en el desarrollo de sus funciones funcionariales sin perjuicio ni mácula para los 12 doce metros cuadrados más los cinco de margen añadido (puesto que la brisa se había tomado el día libre)  de pavimento urbano auto anexionado bajo el consentimiento tácito de vecinos, barrenderos y autoridades pertinentes.

            El local no es excesivamente grande, más bien es pequeño, unos 90 metros cuadrados, centímetro arriba, centímetro abajo si tenemos en cuenta las 8 columnas con las que cuenta el habitáculo. Lo que marca la diferencia , lo que realmente hace grande al pequeño negocio regentado por el siempre correcto Correcto es la forma en la que está distribuido el género: todo ordenado por artículos  y con un vanguardista y revolucionario método de almacenamiento ideado por el mismo Correcto  basado en el aprovechamiento de las aristas de cada bote, cartón o lata con vistas a conseguir un equilibrio perfecto del producto almacenado y optimizar el bien más escaso del lugar que es precisamente la ausencia de abundancia de éste.
           
            Al fondo del todo, un tabique con embutidos colgados de una barra de metal separa la zona de atención al público de una pequeña oficina donde sólo cabe un escritorio con su respectiva silla giratoria de color negro y dos estanterías con carpetas A-Z, un aseo, ni mencionar merece, mínimo, y un diminuto cuartillo con dos armarios para productos de limpieza para el interior y el exterior del comercio. Todo reluce, el polvo emigró hace tiempo de ese lugar hacia lares donde la dictadura del trapo no alcanzaba a golpear con su firme mano abierta. Todo está ordenado como la corrección insinúa, sugiere e incluso aconseja a todo el que quiera escucharla: La silla, bajo la mesa; los A-Z, como su nombre propio indica, ordenados por años y subordenados por orden alfabético, correspondientemente alineados con los bordes de los estantes; los sanitarios gozan de un blanco inmaculado que ni en los albores de su creación llegaron a conocer los ojos del cuerpo a las que también pertenecían las manos que los moldearon; por último el cuartito con sus dos armarios, el exterior, con todo el material ya citado anteriormente, y el interior, que almacena asimismo bayetas, productos de limpieza y en una balda superior, el delantal blanco para situaciones de emergencia  milimétricamente doblado en forma de cuadrado junto (pero sin tocarse) a dos bolas de alcanfor.
           
            La zona que media entre la parte privada y la vía pública tiene un aire antiguo a tienda de ultramarinos de los años 70. Techos altos con ventiladores blancos, mostrador de madera de marmórea encimera, paredes alicatadas a tres cuartos de altura y pintada de verde hospitalario el cuarto restante. Y en el suelo, duelas sobre las que la cera y la pulidora aplicadas en combinación cada cambio de estación consiguen disimular sus más de 30 años de existencia. El resto de accesorios, también de vetusta apariencia eran, a saber, en una de las paredes laterales, varias grandes neveras (tres, para qué andarnos con ambigüedades a estas alturas del relato) con puertas acristaladas para la adecuada visualización del género refrigerado; las estanterías, confrontándose a los frigoríficos en el muro opuesto, y que por sí mismas merecerían más que una descripción en detalle un ensayo paralelo a éste vamos a llamar (permítanme la licencia) manuscrito; dos arcones  bajo el mostrador para los bienes congelados y una caja registradora de la época de la posguerra que había sido recientemente restaurada para no hacer añicos la armonía del local, lo que hoy los snobs de personalidad con etiquetas de marca llaman Feng-shui.

            La mañana transcurre como casi todas las demás. La afluencia al establecimiento es moderada pero constante de más o menos cinco o seis personas a la hora a las que Correcto dedica groso modo unos 10 u 11 minutos de su valioso tiempo. Tendrán que perdonar la falta de exactitud con la que les comento este episodio concreto de la vida de la tienda, pero jugaría a ser Dios si me permitiera, o el mismo tendero permitiese, cuantificar lo que deben durar las relaciones sociales entre seres que ejercen el derecho a la interacción que nos ha sido concedido por naturaleza. Todo el barrio conoce al eficaz empleado desde que Segundo III lo contratara hace ahora veinte años, cinco meses y dieciocho días y medio. Correcto  se ha hecho hombre dentro de ese negocio, donde comenzó a trabajar con sólo 14 años de edad. Su progenitor enviudó tempranamente y el pequeño de la casa tuvo que salir antes de lo esperado a ganar el sustento para él, sus dos hermanas y la madre que los parió. En los primeros tiempos, ganaba casi una miseria de sueldo que era todo lo que don Segundo podía pagar, más o menos treinta y cinco mil quinientas cuarenta y dos pesetas al mes, peseta arriba, peseta abajo. Todo fue evolucionando ya que dueño y asalariado lucharon codo con codo para convertir aquel local en un negocio próspero, y con el tiempo, dio para vivir decentemente. Claro que no todo era perfecto, Correcto sí, pero Segundo no, y tenían las diferencias de opinión y perspectiva que da la edad y la condición de cada cual. Por poner un ejemplo: Correcto gustaba de utilizar unos guantes para manipular la mercancía que se quitaba cada vez que iba a cobrar o devolver dinero a los clientes y eso no era del todo del agrado de don Segundo III que opinaba que a la clientela le transmitía cercanía el trato de una mano desnuda, amiga. Generalmente las discrepancias no solían pasar de ese tipo de situaciones, de hecho, si hago uso de la memoria de mi imaginación, podría afirmar que esa fue la única desavenencia entre empleado y empleador y se salvó con un consentimiento casi inmediato por parte de Segundo para que Correcto usase un par de guantes para tratar el género.

CONTINUARÁ...